Daños en Beirut luego de explosión en 2020
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Bloomberg Opinión — Después de 13 meses de primeros ministros interinos, Líbano tiene por fin un gobierno.

Es una muy buena noticia para un país que sufre los efectos del colapso económico, la intransigencia política, la malversación financiera y la injerencia de potencias extranjeras. Y todo ello además de la todavía misteriosa explosión en el puerto que el año pasado devastó la capital, Beirut.

El anuncio del 10 de septiembre provocó una inmediata y significativa recuperación del valor de la moneda, la lira. Con un gobierno en funciones, Líbano puede ahora acceder a cientos de millones de dólares en promesas de donantes, US$546 millones de apoyo del Banco Mundial y unos esperados US$860 millones de la asignación de Derechos Especiales de Giro del Fondo Monetario Internacional

Pero todo eso será sólo un parche. Poco del regreso de Najib Mikati al poder como primer ministro o la composición tan familiar de su nuevo gabinete inspira confianza.

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La dirigencia política del país, especialmente el grupo miliciano chiíta proiraní Hezbolá, sólo aceptaron formar el gobierno porque finalmente se agotó la opción de seguir postergando las cosas. Fue el banco central del país el que finalmente obligó a los políticos a reacomodar las sillas. El 11 de agosto, su gobernador, Riad Salameh, anunció el fin de las subvenciones al combustible, sumiendo al país en una crisis desesperada. Sin combustible, la electricidad, el transporte y muchas de las necesidades básicas de la sociedad moderna dejaron de existir. Salameh se enfrentaba al presidente Michel Aoun, a sus aliados de Hezbolá y a todos los políticos con un hecho simple: el país estaba en bancarrota tanto en los registros públicos como en los privados.

Líbano importa casi todo y depende en gran medida de su sector financiero. Y por eso está en una situación tan desesperada. Durante décadas, los bancos del país funcionaron como una gigantesca pirámide o esquema Ponzi, en la que los depositantes recibían intereses exorbitantes por simples depósitos, y los bancos mantenían al gobierno prestando dinero al Estado sin cesar. Pero las protestas masivas que comenzaron el 17 de octubre de 2019 por la corrupción e ineptitud oficial ayudaron a fomentar una crisis económica. Y mientras la economía se tambaleaba, resultó que las divisas que los bancos decían tener en nombre de los depositantes y que podían prestar al gobierno no existían realmente.

La burbuja estalló. Líbano estaba en una crisis existencial. Necesita que el FMI y la comunidad internacional recapitalicen sus bancos o nunca se recuperará.

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Con las luces apagadas, la refrigeración cortada, los coches parados, los hospitales con dificultades para funcionar y nada que funcione en gran parte del país la mayor parte del tiempo, incluso estos maestros de la inacción tuvieron que responder. Hezbolá, en particular, se sentía claramente vulnerable. A las potencias regionales como Arabia Saudita, los Emiratos Árabes Unidos e incluso Siria, que operan independientemente de Irán, les podría resultar muy fácil adquirir influencia en un país completamente indefenso. Eso podría suponer una grave amenaza para Hezbolá y el control de Irán sobre el sistema político.

Al parecer, Hezbolá ejerció una enorme presión sobre Aoun y su ambicioso yerno, Gibran Bassil, para que aceptaran la formación de un gabinete en el que no parecen tener funcionarios leales que puedan ejercer un veto efectivo. Al parecer, Teherán y Hezbolá llegaron a la conclusión de que el estancamiento se estaba convirtiendo en algo extremadamente peligroso para ellos y elaboraron un acuerdo con el presidente Emmanuel Macron de Francia para que mediara en la formación del nuevo gobierno.

El nuevo gobierno planea ahora distribuir tarjetas de racionamiento en dólares estadounidenses a 500.000 de las familias más pobres. Mientras tanto, se eliminarán todos los subsidios energéticos restantes, lo que significa que la gasolina y otros combustibles deberían empezar a ser accesibles de nuevo, aunque a precios más altos.

Sin embargo, en lo fundamental, nada ha cambiado. Para que el FMI y la comunidad de donantes aporten nuevos fondos, Líbano deberá hacer importantes concesiones en materia de responsabilidad y transparencia, entre otras condiciones. Al menos debería crear una red de seguridad para la masa de libaneses que ahora se han hundido en la pobreza extrema, para que no dependan de las cada vez más escasas limosnas.

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Pero son precisamente este tipo de concesiones las que los líderes políticos no quieren hacer, no sólo porque eso significa una cierta pérdida de poder y privilegios, sino porque les exigirá ponerse de acuerdo sobre hechos básicos incómodos. Por ejemplo, cuánto dinero fue robado -y por quién- y cómo debe repartirse la carga de la refinanciación. Los centros de poder tradicionales, todos ellos ampliamente representados en la nueva coalición, temen el tipo de compromisos económicos y políticos que el FMI y los países donantes van a exigir para recapitalizar el sistema financiero efectivamente desaparecido.

Habrá un respiro por la llegada de las ayudas y préstamos pendientes. Quienquiera que esté al mando tendrá que aprovechar el tiempo para llegar por fin a un entendimiento a largo plazo con el FMI, sin el cual es imposible una solución a largo plazo. Ese periodo también debería dar a la comunidad internacional una enorme oportunidad para obligar a los dirigentes libaneses a hacer serias concesiones en materia de transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad.

El Líbano puede haber ganado un respiro. Pero sus dirigentes -y el mundo a su alrededor- no deben olvidar que la crisis existencial del país no ha terminado.